Cuando comencé a hilvanar esta historia, se me vino a la mente aquella frase de muchos conocidos: “Gracias a Dios es viernes”, y es que estoy seguro, que hoy en día, es el lema que muchos tenemos intrínsecamente y sin pensarlo; cuando después de una larga semana llegamos al viernes; y claro, seguro y pensamos en un merecido fin de semana para descansar un poco, y dedicar tiempo a la familia; sin duda puedo decir que siempre espero el viernes con ansias.
Creo que en la mayoría de las etapas de mi vida, el viernes fue el día más esperado; Y digo en la mayoría, porque allá por 1983, cuando estudiaba tercer grado en el Colegio Don Bosco, no era el viernes el día esperado, era el domingo.
En ese entonces, la Comandante trabajaba en el Hospital de niños Benjamín Bloom, y su jornada de trabajo era los fines de semana; los sábados de 7 a.m. a 7 p.m. y los domingos desde las 8 a.m. hasta el lunes a las 8 a.m.; con este horario, mi Mamá trabajaba todo el fin de semana y tenía los días de semana libres; algo muy conveniente para mis hermanos y yo, porque así podía llevarnos al parque infantil por las tardes después del colegio. Así pues, la ardua tarea de ver por mis dos hermanos y yo el fin de semana era de mi Papá; y quizá, quienes aún no tienen hijos pensarán que no era mucho problema “liriar” con tres “monos”, pero, véanlo así: Mis hermanos cinco y siete años, y yo, nueve “pinches” años; y por supuesto, a esa edad no molestábamos, ¡Jodíamos!, y mucho.
En esos días, mi Papá trabajaba en INPEP, y como su oficina estaba cerca del parque, nos salía muy bien irlo a esperar por las tardes con mis hermanos y mi Mamá. A eso de las cinco de la tarde, íbamos llegando al edificio de dos plantas en el que trabajaba mi Papa; En la entrada, con aparente seriedad, ya hacia un tipo delgado, moreno, alto, con lentes “RayBan” de esos que venden en el parque Hula-Hula, el tipo que parecía un “chucho de finca” seco, seco, “pelaba” los dientes al vernos llegar, siempre nos recibió con una gran sonrisa; el impresionante revolver en su cinturón y un chaleco con municiones dejaban más que claro que el tipo era el vigilante del lugar. Este personaje cuyo nombre no recuerdo, nos hizo la misma pregunta por años: “Aja campeón, ¿Que canción me vas a cantar?”, yo ponía esa cara de “hostigue” que me sale fácil y siempre me le “zafaba”. Mis hermanos no se detenían a contestar preguntas y subían por las gradas hasta el segundo piso del edificio donde se encontraba mi Papá.
Lo “Chivo” de llegar a la oficina de mi papá era abrirle las gavetas del escritorio, ahí encontrábamos de todo para jugar; claro, piensen como niños, ahí habían plumas finas, marcadores, correctores, tirro, clips, papel, etc., etc. suficiente para un niño. Mi Papá tenía que controlarnos porque no estaba solo claro está; luego venía el interrogatorio de todos sus compañeros donde volvía a surgir la pregunta “¿Y qué canción nos van a cantar?”; y ahí estábamos nosotros, con la típica risa de niño “ahuevado”, haciéndonos los “locos” para no cantar nada; Ese, era el mismo protocolo cada vez que llegábamos a su oficina, y era lógico; Mi Papá que canta desde su adolescencia siempre ha sido muy conocido, identificado por haber sido el cantante principal de la Orquesta Casino, el grupo de Lito Aranda y en ese entonces, cantante de los Hermanos Cárcamo en su nueva Dimensión; por esta razón, todo mundo nos pedía que cantáramos; y bueno, solo había que esperar unos años para que esto sucediera.
Como muchos sabrán, trabajar en la música implica sacrificio; Mi Papá, tenía su trabajo de oficina, de lunes a viernes, y el fin de semana, trabajaba cantando. Los viernes por la noche siempre tenía fiestas, llegaba el sábado por la madrugada, dormía un rato por la mañana y luego tenía que alistarse porque seguro tenía otra fiesta al medio día, y si no, con seguridad ese mismo sábado por la noche; en ese lapso de tiempo, nos quedábamos sin mi Mamá y mi Papá, al cuidado de mi tía “Ita”. Y es aquí donde se me hace nudo la garganta, al recordar la tristeza que yo sentía cuando lo veía partir los sábados por la tarde, era tanta la tristeza y el deseo porque mi Papá no se fuera que cada vez que lo veía alistándose, tomaba sus llaves sin que se diera cuenta, echaba doble llave a la puerta de la casa y me metía debajo de la cama, de donde siempre juraba que nada ni nadie me sacaría. Y ahí estaba mi Papá, con su inigualable modo gentil, pidiéndome que saliera o que en su defecto le entregara las llaves; por supuesto que de una manera u otra me lograba sacar, estoy seguro que en más de una ocasión lo hice llegar tarde, pero lógicamente, no asimilaba del todo su compromiso. Luego, mi Mamá llegaba a casa y eso era reconfortante, nos dormíamos temprano porque el siguiente día era domingo, y ese día sin duda, era el mejor día de la semana.
Nuestro itinerario era apretado para ese día; Mis hermanos y yo, estábamos ya listos a las 7:00 a.m. Mi Mamá se alistaba para una nueva jornada en el hospital y mi Papá al pie del cañón, con dos noches de desvelo y tres diablillos esperando. Frente a la casa, con carrocería celeste, techo y rines blancos, copas plateadas y dos luces en forma de cejas, esperaba a ser abordado, nuestro microbús Volkswagen año 79, compañero incondicional de mil aventuras, en el que todos aprendimos a manejar, con su inconfundible olor a “Chica Fresita” que nos acompañaba siempre, la radio del microbús era la original, la cabina tenía un pasillo que conectaba con la parte de pasajeros, que puedo decir de aquel confort con el que contaban esos microbuses, su potente motor de dos carburadores nos indicaba que era hora de irse.
El recorrido era casi siempre el mismo, salíamos de nuestra casa hasta el Hospital Bloom, donde minutos antes de las 8:00 a.m. estábamos dejando a mi Mamá en su turno de domingo. De ahí partíamos a la iglesia, donde pasábamos hasta las 10:30 de la mañana aproximadamente, y a partir de ahí comenzaba la aventura para nosotros. Por ley, nuestra primera escala era siempre un sorbete de chorro, que vendían sobre la calle del mercado San Miguelito, nuestro pedido era siempre el mismo: Cuatro sorbetes grandes de Chocolate, haaaa… que delicia, lo mejor de esto era que mi Papá siempre nos compraba otro si queríamos, mientras nos comíamos el sorbete, mi Papá buscaba en el periódico la cartelera de cine, que era nuestra siguiente parada; Lo difícil para mi Papá, era que teníamos un gusto muy marcado por las películas, ahí donde hubiese una de James Bond, ahí teníamos que ir, creo que no dejamos de ver ninguna película de esta zaga; también nos encantaba ver películas de Bud Spencer y Terence Hill como “Dos puños contra río”, en fin, la visita al cine era de lo mejor, por supuesto, no podían faltar las palomitas de maíz y las gaseosas. En más de una ocasión fuimos a ver películas que ya habíamos visto, mi Papá nunca dijo que no, siempre íbamos donde queríamos ir, siempre trato de complacernos en todo lo que podía. En el cine, hacía chiste de cada cosa que salía en la pantalla, nos tomaba en cuenta para todo, platicaba con nosotros como sus “cheros”; con él, nunca se escucho un “mire Papá”, era “Mira Papá”, y todo con respeto claro está.
Salíamos del cine rozando el medio día, con sorbete, churros y gaseosa en la panza y en la ropa, mi Papá buscaba siempre donde almorzar; y ahí íbamos buscando donde almorzar, en nuestro microbús, con 20 colones de gasolina “súper”, con los que podíamos ir al puerto y regresar sin problema. No sé cómo le hacía mi Papá, pero recorrimos todos los Pollos camperos en San Salvador, la casi extinta Pizza Boom, los Mac Donalds y que se yo tantos lugares más; almorzábamos lo que queríamos y esperábamos un rato para hacer la digestión, durante el almuerzo, platicábamos mucho y siempre sentimos como si estuviéramos con un “chero” platicando, y hablando del lugar que visitaríamos a continuación, teníamos toda la tarde para terminar de “retozar”. Nuestro lugar favorito el domingo por la tarde siempre fue “Los planes”, las patinetas y bicicletas eran también pasajeros del modelo 79, siempre andaban ahí, si no era en Los planes, el parque “Saburo Hirao” era nuestro otro destino en la lista.
Ya en Los Planes o en el Saburo Hirao, era cuestión de jugar lo más que se pudiera; el bullicio de los demás niños jugando, la adrenalina al máximo, un espacio abierto donde podíamos correr y sentirnos libres de la escuela, simplemente fabuloso. Mi Papá que siempre buscaba comerse una minuta, se sentaba en una banca viéndonos correr, limpiándonos el sudor, reconfortando a cualquiera de nosotros que de pronto llegara con un raspón en la rodilla, combatiendo el sueño y cansancio con la jalea de tamarindo, estaba mi Papá, con la sonrisa que siempre lo ha caracterizado, saludando a gente que lo reconocía, y presentando a sus tres hijos con orgullo.
Y cuando el cielo comenzaba a pintar de anaranjado, se comenzaban a escuchar frases como “bajate de ahí, ya nos vamos”, o “Anda la última vez que ya nos vamos”; A la salida de estos lugares, volvíamos a poner en aprietos el bolsillo de mi Papá, queriendo que nos comprara de todo lo que veíamos, aquellos artefactos que al hacerlos girar hacían un ruido singular, aviones de durapax, y cualquier chuchería y media que se nos antojara, eran tres voces diciendo “¡Comprame uno papá!”.
Ya cansados y agitados, con un diseño increíble en nuestra ropa, llenos de tierra y sudor, partíamos en nuestro microbús con destino al Hospital Bloom, nuestro objetivo, llegar a tiempo para estar con mi Mamá un rato, a la hora que ella podía salir a cenar, mi Papá pasaba comprándole algo de comer y llegábamos ya en la noche a buscarla. En el portón del hospital, otro personaje solo que sin lentes “RayBan” nos esperaba, con uniforme de vigilante y una macana como arma, Juan nos dejaba entrar a Daniel y a mí, para ir a buscar a mi Mamá, y allá íbamos, corriendo como animalitos sueltos, por ese hospital, entrabamos por emergencia, y llegábamos a la planta baja del antiguo edificio que se destruyó con el terremoto tres años después. Subíamos las gradas hasta el segundo nivel, pasando frente al banco de sangre, y entrabamos por bacteriología, hasta el laboratorio donde trabajaba mi Mamá, quien nos acompañaba hasta el parqueo donde mi Papá y Carlos esperaban platicando con Juan. Esos minutos junto a mis padres en ese parqueo eran únicos, era muy especial ver a mi Mamá después de un día increíble con mi Papá, aunque después, volvía la tristeza al ver a la comandante diciendo adiós, pues su turno llegaba hasta el siguiente día.
De regreso a casa, uno de nosotros se bajaba del “Micro” para ir a decirle a Don Ricardo, que por favor apartara su vehículo en el pasaje, para que nosotros pudiéramos entrar el microbus. Ya en la casa, una ducha nos esperaba, mi tía “Ita” ofrecía cena mientras nosotros nos apurábamos porque íbamos a ver “El auto fantástico”. Mi Papá, que había combatido el sueño todo el día se acostaba a ver televisión, y muchas veces, cuando ya estaba casi dormido, lo despertaba cayéndole de rodillas en el pecho diciéndole “¡No te estés durmiendo!”, sinceramente, no sé como hacía para no enojarse, me abrazaba y me decía “Si papito, no me voy a dormir”. Que domingos aquellos…
Por mucho tiempo, no tuve conciencia de ese sacrificio, hoy en día, mi Papá me sigue sorprendiendo con su disponibilidad y entrega para nosotros, es mi mayor ejemplo, es quien me enseño a sonreír aun con dos o tres noches de desvelo. Que felicidad la que tengo, al ver a mis hijos gozar de la ternura que mi Papá les brinda junto a la comandante; Que orgullo y satisfacción siento ahora, el alistar mis cosas para ir a cantar al lado de él; sin duda, aún me falta mucho para poder igualarlo, ya no se diga para poder superarlo.
Y cada vez que alguien en el teatro, en una fiesta, en el supermercado, en el banco o en la calle le grita “¡Que viejo!”, me lleno de orgullo, porque no solo reconocen su exquisita voz, y su carisma como artista, también reconocen la persona que es; Gracias a Dios y a la vida por mis viejos.
¡Qué viejo, mi viejo!
César Alfaro
Diciembre de 2008
Creo que en la mayoría de las etapas de mi vida, el viernes fue el día más esperado; Y digo en la mayoría, porque allá por 1983, cuando estudiaba tercer grado en el Colegio Don Bosco, no era el viernes el día esperado, era el domingo.
En ese entonces, la Comandante trabajaba en el Hospital de niños Benjamín Bloom, y su jornada de trabajo era los fines de semana; los sábados de 7 a.m. a 7 p.m. y los domingos desde las 8 a.m. hasta el lunes a las 8 a.m.; con este horario, mi Mamá trabajaba todo el fin de semana y tenía los días de semana libres; algo muy conveniente para mis hermanos y yo, porque así podía llevarnos al parque infantil por las tardes después del colegio. Así pues, la ardua tarea de ver por mis dos hermanos y yo el fin de semana era de mi Papá; y quizá, quienes aún no tienen hijos pensarán que no era mucho problema “liriar” con tres “monos”, pero, véanlo así: Mis hermanos cinco y siete años, y yo, nueve “pinches” años; y por supuesto, a esa edad no molestábamos, ¡Jodíamos!, y mucho.
En esos días, mi Papá trabajaba en INPEP, y como su oficina estaba cerca del parque, nos salía muy bien irlo a esperar por las tardes con mis hermanos y mi Mamá. A eso de las cinco de la tarde, íbamos llegando al edificio de dos plantas en el que trabajaba mi Papa; En la entrada, con aparente seriedad, ya hacia un tipo delgado, moreno, alto, con lentes “RayBan” de esos que venden en el parque Hula-Hula, el tipo que parecía un “chucho de finca” seco, seco, “pelaba” los dientes al vernos llegar, siempre nos recibió con una gran sonrisa; el impresionante revolver en su cinturón y un chaleco con municiones dejaban más que claro que el tipo era el vigilante del lugar. Este personaje cuyo nombre no recuerdo, nos hizo la misma pregunta por años: “Aja campeón, ¿Que canción me vas a cantar?”, yo ponía esa cara de “hostigue” que me sale fácil y siempre me le “zafaba”. Mis hermanos no se detenían a contestar preguntas y subían por las gradas hasta el segundo piso del edificio donde se encontraba mi Papá.
Lo “Chivo” de llegar a la oficina de mi papá era abrirle las gavetas del escritorio, ahí encontrábamos de todo para jugar; claro, piensen como niños, ahí habían plumas finas, marcadores, correctores, tirro, clips, papel, etc., etc. suficiente para un niño. Mi Papá tenía que controlarnos porque no estaba solo claro está; luego venía el interrogatorio de todos sus compañeros donde volvía a surgir la pregunta “¿Y qué canción nos van a cantar?”; y ahí estábamos nosotros, con la típica risa de niño “ahuevado”, haciéndonos los “locos” para no cantar nada; Ese, era el mismo protocolo cada vez que llegábamos a su oficina, y era lógico; Mi Papá que canta desde su adolescencia siempre ha sido muy conocido, identificado por haber sido el cantante principal de la Orquesta Casino, el grupo de Lito Aranda y en ese entonces, cantante de los Hermanos Cárcamo en su nueva Dimensión; por esta razón, todo mundo nos pedía que cantáramos; y bueno, solo había que esperar unos años para que esto sucediera.
Como muchos sabrán, trabajar en la música implica sacrificio; Mi Papá, tenía su trabajo de oficina, de lunes a viernes, y el fin de semana, trabajaba cantando. Los viernes por la noche siempre tenía fiestas, llegaba el sábado por la madrugada, dormía un rato por la mañana y luego tenía que alistarse porque seguro tenía otra fiesta al medio día, y si no, con seguridad ese mismo sábado por la noche; en ese lapso de tiempo, nos quedábamos sin mi Mamá y mi Papá, al cuidado de mi tía “Ita”. Y es aquí donde se me hace nudo la garganta, al recordar la tristeza que yo sentía cuando lo veía partir los sábados por la tarde, era tanta la tristeza y el deseo porque mi Papá no se fuera que cada vez que lo veía alistándose, tomaba sus llaves sin que se diera cuenta, echaba doble llave a la puerta de la casa y me metía debajo de la cama, de donde siempre juraba que nada ni nadie me sacaría. Y ahí estaba mi Papá, con su inigualable modo gentil, pidiéndome que saliera o que en su defecto le entregara las llaves; por supuesto que de una manera u otra me lograba sacar, estoy seguro que en más de una ocasión lo hice llegar tarde, pero lógicamente, no asimilaba del todo su compromiso. Luego, mi Mamá llegaba a casa y eso era reconfortante, nos dormíamos temprano porque el siguiente día era domingo, y ese día sin duda, era el mejor día de la semana.
Nuestro itinerario era apretado para ese día; Mis hermanos y yo, estábamos ya listos a las 7:00 a.m. Mi Mamá se alistaba para una nueva jornada en el hospital y mi Papá al pie del cañón, con dos noches de desvelo y tres diablillos esperando. Frente a la casa, con carrocería celeste, techo y rines blancos, copas plateadas y dos luces en forma de cejas, esperaba a ser abordado, nuestro microbús Volkswagen año 79, compañero incondicional de mil aventuras, en el que todos aprendimos a manejar, con su inconfundible olor a “Chica Fresita” que nos acompañaba siempre, la radio del microbús era la original, la cabina tenía un pasillo que conectaba con la parte de pasajeros, que puedo decir de aquel confort con el que contaban esos microbuses, su potente motor de dos carburadores nos indicaba que era hora de irse.
El recorrido era casi siempre el mismo, salíamos de nuestra casa hasta el Hospital Bloom, donde minutos antes de las 8:00 a.m. estábamos dejando a mi Mamá en su turno de domingo. De ahí partíamos a la iglesia, donde pasábamos hasta las 10:30 de la mañana aproximadamente, y a partir de ahí comenzaba la aventura para nosotros. Por ley, nuestra primera escala era siempre un sorbete de chorro, que vendían sobre la calle del mercado San Miguelito, nuestro pedido era siempre el mismo: Cuatro sorbetes grandes de Chocolate, haaaa… que delicia, lo mejor de esto era que mi Papá siempre nos compraba otro si queríamos, mientras nos comíamos el sorbete, mi Papá buscaba en el periódico la cartelera de cine, que era nuestra siguiente parada; Lo difícil para mi Papá, era que teníamos un gusto muy marcado por las películas, ahí donde hubiese una de James Bond, ahí teníamos que ir, creo que no dejamos de ver ninguna película de esta zaga; también nos encantaba ver películas de Bud Spencer y Terence Hill como “Dos puños contra río”, en fin, la visita al cine era de lo mejor, por supuesto, no podían faltar las palomitas de maíz y las gaseosas. En más de una ocasión fuimos a ver películas que ya habíamos visto, mi Papá nunca dijo que no, siempre íbamos donde queríamos ir, siempre trato de complacernos en todo lo que podía. En el cine, hacía chiste de cada cosa que salía en la pantalla, nos tomaba en cuenta para todo, platicaba con nosotros como sus “cheros”; con él, nunca se escucho un “mire Papá”, era “Mira Papá”, y todo con respeto claro está.
Salíamos del cine rozando el medio día, con sorbete, churros y gaseosa en la panza y en la ropa, mi Papá buscaba siempre donde almorzar; y ahí íbamos buscando donde almorzar, en nuestro microbús, con 20 colones de gasolina “súper”, con los que podíamos ir al puerto y regresar sin problema. No sé cómo le hacía mi Papá, pero recorrimos todos los Pollos camperos en San Salvador, la casi extinta Pizza Boom, los Mac Donalds y que se yo tantos lugares más; almorzábamos lo que queríamos y esperábamos un rato para hacer la digestión, durante el almuerzo, platicábamos mucho y siempre sentimos como si estuviéramos con un “chero” platicando, y hablando del lugar que visitaríamos a continuación, teníamos toda la tarde para terminar de “retozar”. Nuestro lugar favorito el domingo por la tarde siempre fue “Los planes”, las patinetas y bicicletas eran también pasajeros del modelo 79, siempre andaban ahí, si no era en Los planes, el parque “Saburo Hirao” era nuestro otro destino en la lista.
Ya en Los Planes o en el Saburo Hirao, era cuestión de jugar lo más que se pudiera; el bullicio de los demás niños jugando, la adrenalina al máximo, un espacio abierto donde podíamos correr y sentirnos libres de la escuela, simplemente fabuloso. Mi Papá que siempre buscaba comerse una minuta, se sentaba en una banca viéndonos correr, limpiándonos el sudor, reconfortando a cualquiera de nosotros que de pronto llegara con un raspón en la rodilla, combatiendo el sueño y cansancio con la jalea de tamarindo, estaba mi Papá, con la sonrisa que siempre lo ha caracterizado, saludando a gente que lo reconocía, y presentando a sus tres hijos con orgullo.
Y cuando el cielo comenzaba a pintar de anaranjado, se comenzaban a escuchar frases como “bajate de ahí, ya nos vamos”, o “Anda la última vez que ya nos vamos”; A la salida de estos lugares, volvíamos a poner en aprietos el bolsillo de mi Papá, queriendo que nos comprara de todo lo que veíamos, aquellos artefactos que al hacerlos girar hacían un ruido singular, aviones de durapax, y cualquier chuchería y media que se nos antojara, eran tres voces diciendo “¡Comprame uno papá!”.
Ya cansados y agitados, con un diseño increíble en nuestra ropa, llenos de tierra y sudor, partíamos en nuestro microbús con destino al Hospital Bloom, nuestro objetivo, llegar a tiempo para estar con mi Mamá un rato, a la hora que ella podía salir a cenar, mi Papá pasaba comprándole algo de comer y llegábamos ya en la noche a buscarla. En el portón del hospital, otro personaje solo que sin lentes “RayBan” nos esperaba, con uniforme de vigilante y una macana como arma, Juan nos dejaba entrar a Daniel y a mí, para ir a buscar a mi Mamá, y allá íbamos, corriendo como animalitos sueltos, por ese hospital, entrabamos por emergencia, y llegábamos a la planta baja del antiguo edificio que se destruyó con el terremoto tres años después. Subíamos las gradas hasta el segundo nivel, pasando frente al banco de sangre, y entrabamos por bacteriología, hasta el laboratorio donde trabajaba mi Mamá, quien nos acompañaba hasta el parqueo donde mi Papá y Carlos esperaban platicando con Juan. Esos minutos junto a mis padres en ese parqueo eran únicos, era muy especial ver a mi Mamá después de un día increíble con mi Papá, aunque después, volvía la tristeza al ver a la comandante diciendo adiós, pues su turno llegaba hasta el siguiente día.
De regreso a casa, uno de nosotros se bajaba del “Micro” para ir a decirle a Don Ricardo, que por favor apartara su vehículo en el pasaje, para que nosotros pudiéramos entrar el microbus. Ya en la casa, una ducha nos esperaba, mi tía “Ita” ofrecía cena mientras nosotros nos apurábamos porque íbamos a ver “El auto fantástico”. Mi Papá, que había combatido el sueño todo el día se acostaba a ver televisión, y muchas veces, cuando ya estaba casi dormido, lo despertaba cayéndole de rodillas en el pecho diciéndole “¡No te estés durmiendo!”, sinceramente, no sé como hacía para no enojarse, me abrazaba y me decía “Si papito, no me voy a dormir”. Que domingos aquellos…
Por mucho tiempo, no tuve conciencia de ese sacrificio, hoy en día, mi Papá me sigue sorprendiendo con su disponibilidad y entrega para nosotros, es mi mayor ejemplo, es quien me enseño a sonreír aun con dos o tres noches de desvelo. Que felicidad la que tengo, al ver a mis hijos gozar de la ternura que mi Papá les brinda junto a la comandante; Que orgullo y satisfacción siento ahora, el alistar mis cosas para ir a cantar al lado de él; sin duda, aún me falta mucho para poder igualarlo, ya no se diga para poder superarlo.
Y cada vez que alguien en el teatro, en una fiesta, en el supermercado, en el banco o en la calle le grita “¡Que viejo!”, me lleno de orgullo, porque no solo reconocen su exquisita voz, y su carisma como artista, también reconocen la persona que es; Gracias a Dios y a la vida por mis viejos.
¡Qué viejo, mi viejo!
César Alfaro
Diciembre de 2008
¡Que viejo!
¡Que viejo!